Populismo y gasto social, la paradoja

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NOV
11
2025
Alejandro Vázquez Cárdenas Uruapan, Mich. El populismo en México no es un fenómeno nuevo, pero ha adquirido en los últimos años una dimensión inédita. Bajo el discurso de un gobierno "para los pobres", el actual régimen ha impulsado una política económica centrada en la transferencia directa de recursos a amplios sectores de la población. Este modelo, característico de los gobiernos populistas, ha buscado legitimidad política mediante el gasto social masivo, mientras reduce el presupuesto en áreas estratégicas como salud, educación, ciencia, infraestructura y seguridad. El resultado es una aparente contradicción: un gobierno que se autoproclama austero, pero que gasta más que nunca en subsidios, programas asistenciales y megaproyectos con rentabilidad incierta.

La política de "austeridad" ha terminado por traducirse en recortes severos a instituciones fundamentales. La reducción de plazas, la cancelación de fideicomisos, el debilitamiento de los organismos autónomos y la eliminación de programas técnicos o científicos son parte de esa lógica. Sin embargo, mientras se recorta en investigación, cultura o salud, se multiplican los apoyos económicos directos: pensiones para adultos mayores, becas para jóvenes y subsidios para programas clientelares.

Según datos oficiales, el gasto social del gobierno de la llamada "Cuarta Transformación" supera el 12% del PIB, una cifra sin precedentes en la historia reciente. El número de beneficiarios de programas sociales ha crecido exponencialmente: se estima que más de 30 millones de mexicanos reciben algún tipo de ayuda directa del gobierno federal. Si bien este gasto (en teoría) busca atender desigualdades históricas, su aplicación carece de criterios técnicos, de seguimiento y, sobre todo, de resultados verificables. La distribución masiva de dinero sin mecanismos de evaluación genera una dependencia estructural y una ilusión de bienestar que no se traduce en desarrollo sostenible.


El impacto en las finanzas públicas es preocupante. La deuda del país ha crecido en términos reales y en proporción al PIB. Al mismo tiempo, la inversión pública en sectores productivos ha caído, y los fondos de reserva se han agotado. El presupuesto federal ha sido reorientado para sostener programas sociales y megaproyectos como el Tren Maya y la refinería de Dos Bocas mientras áreas prioritarias sufren desatención crónica. La seguridad nacional padece una de sus peores crisis, con más de 180 mil homicidios dolosos en el sexenio; el sistema de salud se encuentra en ruinas y la educación pública carece de materiales y tecnología.

El populismo económico mexicano enfrenta, además, un dilema estructural: los programas sociales son políticamente rentables pero económicamente insostenibles. Su continuidad depende de la recaudación tributaria, que sigue siendo baja y concentrada en unos cuantos contribuyentes, y de los ingresos petroleros, cada vez más inciertos. Cuando el gasto corriente absorbe casi todo el presupuesto, queda poco margen para la inversión pública o la atención de emergencias; lo estamos viendo en los desastres climáticos. En otras palabras, el país gasta más en mantener su base electoral que en garantizar su futuro.

¿Vale la pena el enorme gasto social? La respuesta depende de la perspectiva. Si se mide en términos políticos, ha sido eficaz: millones de personas han visto en los apoyos una muestra de cercanía del Estado y, por ende, respaldan al régimen. Pero si se analiza desde un punto de vista económico y social, los resultados van de malos a muy malos si no es que francamente criminales. La pobreza no ha disminuido de forma significativa; la productividad laboral sigue estancada; y la desigualdad, aunque atenuada por transferencias monetarias, no se ha resuelto estructuralmente. La falta de empleo formal, de educación de calidad y de servicios públicos eficientes perpetúa la dependencia del subsidio.

Ningún país ha resuelto sus problemas estructurales regalando dinero. América Latina ofrece múltiples ejemplos: Venezuela, Argentina o Nicaragua aplicaron políticas de gasto social masivo bajo el mismo discurso populista y terminaron con economías debilitadas, inflación desbordada y pérdida de confianza internacional. En cambio, las naciones que lograron reducir la pobreza, Corea del Sur o Irlanda, lo hicieron mediante la inversión en educación, tecnología, innovación y generación de empleos bien remunerados.

El populismo económico en México ha generado una peligrosa ilusión: la idea de que el Estado puede sostener indefinidamente a la población mediante subsidios. Pero todo modelo basado en el reparto sin crecimiento acaba agotándose. Cuando el gasto social sustituye la política productiva, el país deja de invertir en su futuro y se condena al estancamiento, se fomenta la dependencia, se debilita el mérito y se castiga la productividad.


La justicia social no se logra con dinero regalado, sino con educación, empleo digno, salud universal y seguridad pública. Mientras el populismo mantenga su hegemonía sobre la razón económica, el país seguirá atrapado entre la aparente generosidad del subsidio y la amarga realidad del estancamiento.


Alejandro Vázquez Cárdenas

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