| SEP 092025 La conmemoración de septiembre recuerda al Grito de Dolores, proclamado por Miguel Hidalgo en la madrugada del 16 de septiembre de 1810, fecha que la Historia de Bronce a determinado como origen de nuestra independencia. Durante el siglo XIX, los gobiernos liberales y conservadores disputaron no sólo la interpretación de la independencia, sino también la apropiación de sus símbolos. Fue con Porfirio Díaz cuando se consolidó la celebración oficial del 15 de septiembre, fecha que coincidía curiosamente con su cumpleaños, lo que permitió unir el festejo patrio con el culto a su persona. Desde entonces, el mes patrio ha servido, o pretendido servir, como escenario de unidad nacional. Invariablemente los gobiernos han explotado el nacionalismo de septiembre para reforzar su legitimidad y proyectar una imagen de cohesión en un país profundamente diverso y desigual. El problema es que este fervor suele diluirse rápidamente. Pasados los desfiles y las luces, la vida cotidiana regresa a su normalidad: corrupción, desigualdad, apatía cívica y desinterés generalizado nos invaden de nuevo. Somos testigos de que muchos mexicanos ondean la bandera en septiembre y se llenan la boca con frases patrióticas, pero continúan evadiendo impuestos, pagando sobornos, realizando transas y permanecen indiferentes ante la injusticia. Este fenómeno nos muestra que lo que florece en septiembre no es un nacionalismo genuino, sino una identidad festiva y superficial, más cercana al consumo de símbolos que a la práctica de valores cívicos. ¿El mexicano esta orgulloso de su nacionalidad? La respuesta no es sencilla. Diversas encuestas han mostrado que la mayoría de los mexicanos declaran sentirse orgullosos de su nacionalidad, sobre todo cuando se trata de la cultura, la gastronomía, el fútbol o la historia. Pero ese orgullo se debilita al hablar de instituciones, servicios públicos o calidad de vida. Existe, por tanto, un nacionalismo cultural, que exalta tradiciones, pero un patriotismo cívico mucho más frágil, incapaz de sostener un compromiso permanente con la legalidad, la honestidad y la solidaridad. No todo nacionalismo es deseable. Como advirtió George Orwell, "el patriotismo es de naturaleza defensiva, mientras que el nacionalismo es inseparable del deseo de poder". El patriotismo se limita a amar lo propio sin despreciar lo ajeno; el nacionalismo tóxico, en cambio, suele convertirse en intolerancia, xenofobia y fanatismo. México ha experimentado episodios de nacionalismo exacerbado, sobre todo frente a conflictos externos, o en el marco de discursos populistas que buscan dividir a la sociedad entre "verdaderos mexicanos" y "enemigos de la nación". Cuando se transforma en dogma, el nacionalismo deja de ser fuerza integradora y se vuelve herramienta de manipulación. El expresidente francés Charles de Gaulle diferenciaba con claridad ambas actitudes: "El patriotismo es cuando el amor por tu propio pueblo viene primero; el nacionalismo, cuando el odio por los demás viene primero". Esta distinción es fundamental para comprender por qué un nacionalismo exacerbado puede resultar dañino para la convivencia democrática. Ser un buen ciudadano no implica gritar más fuerte "¡Viva México!" en la noche del Grito, ni llevar la camiseta de la selección en un partido de fútbol. El verdadero orgullo de pertenecer a un país se demuestra en actos concretos y cotidianos tales como el respeto a la ley, la honestidad, solidaridad, participación cívica, etcétera. En conclusión, el nacionalismo de septiembre puede ser un punto de partida para recordar nuestra historia y sentirnos parte de una comunidad y sólo será auténtico si se convierte en práctica diaria, en patriotismo responsable y no en un ritual pasajero. Alejandro Vázquez Cárdenas |