| JUN 022025 La primera constitución que se aprobó en el México independiente fue en el mes de octubre de 1824. Desde hace 200 años hasta este 1 de junio de 2025 tuvimos una república con división de poderes, con altas y bajas en la calidad de su independencia. Desde esta primera constitución México adoptó el criterio liberal-republicano de la división de poderes, que se había promovido, en el ámbito internacional, desde la revolución francesa de 1789 y su constitución de 1791, criterio que también se incluyó en la constitución estadounidense de septiembre de 1787. La división de poderes tiene un referente y motivo histórico que no debiera olvidarse. Hasta antes de esta convicción política republicana las naciones o reinos eran gobernados por monarcas que ejercían los tres ámbitos del poder. Es decir, eran legisladores, jueces y a la vez ejecutaban las decisiones. La concentración del poder en una sola persona o en una élite cortesana no sólo era (es) fuente de arbitrariedad y autoritarismo sino causa de ineficacia y malos gobiernos. Los derechos fundamentales, como ahora los conocemos no existían. El poder se ejercía de manera autócrata y los derechos se asumían como dádivas del poderoso. El poder absoluto de los gobernantes, monarcas, emperadores, reyes, caciques, y más, se había manifestado hace miles de años con las primeras sociedades agrícolas. Y desde el siglo IV AC, en su Ética a Nicómaco, Aristóteles distinguía tres ámbitos del poder del Estado: el que legisla, el juez y el soberano. Pero es Montesquieu quien en 1748 sentencia que "todo estaría perdido si el mismo hombre, el mismo cuerpo de personas principales de los nobles o del pueblo ejercieran los tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o las diferencias entre particulares." La virtud republicana de la separación de poderes evita que la naturaleza humana, siempre proclive a la concentración del poder, reviva su anhelo monárquico. Esta máxima, entonces, garantiza un sistema efectivo de contrapesos, y que cada uno de los poderes modere al otro en sus afanes autocráticos. La historia del poder, no olvidemos la lección de siglos, siempre tiende a reiterarse como el deseo del gobernante por tenerlo todo, por no compartirlo. Todos sabemos que los poderes legislativos y ejecutivo son elegidos por voto popular, así funcionó nuestro sistema político hasta este día. Sin embargo, el poder judicial, en la inmensa mayoría de las repúblicas con democracia liberal no se elige por voto, se decide a través de criterios que privilegian la trayectoria, el mérito profesional, la experiencia, la independencia, la no militancia política e ideológica. La razón de ello es la naturaleza misma del poder judicial. Por ejemplo, la justicia no es un asunto de popularidad, y desde luego, tampoco es un asunto de mayorías y mucho menos de ideologías. Una decisión apegada a derecho no necesariamente puede gustar a la mayoría, tampoco debe ser validada por alguna confesión política o religiosa. La elección del poder judicial a través del voto, como ha ocurrido, rompe por completo con estos criterios de independencia y pone a los aspirantes (ya electos) en el bando del oficialismo, que es quien tienen el control del poder legislativo y ejecutivo, de hecho, fueron electos a partir de propaganda pro-partidaria. Pero también les obsequia a los poderes fácticos, como al propio crimen organizado y a las grandes corporaciones económicas, la oportunidad para entrar al interior del poder judicial y desde ahí hacer defensa de sus intereses. Por cierto, habrá que reconocerlo, este sí es un día histórico, pero no porque se esté consolidando la autonomía del poder judicial sino porque se está llegando al fin de un ciclo de 200 años de repúblicas con independencia de poderes. La autocracia que hoy se consolida, sin embargo, no representará mejoría en la justicia, y la razón es sencilla: si este poder depende del oficialismo, como es evidente por el tipo de candidatos y los recursos que se movieron para hacerlos ganar, es claro que sus decisiones se tomarán en apego a criterios políticos e ideológicos y no en apego estricto a la ley. Para acabar con la corrupción, que fue el argumento que legitimó esta reforma, se pudo haber hecho a través de políticas de constante y permanente sanción y depuración, acordada entre los tres poderes. Se puede observar que la prevalencia actual de la corrupción en el poder legislativo y ejecutivo no terminó con la elección de legisladores y presidente el 2 de junio del 2024. Es decir, la reforma fue un pretexto para capturar el poder judicial e imponer a personajes afines al partido gobernante, lo mismo que hacía el priismo hace 50 años. La opacidad con la que se llevó a cabo el proceso electoral y la ausencia de un organismo electoral independiente, que fue quebrado hace meses por el oficialismo, que garantizara la transparencia, la equidad y la participación ciudadana en libertad, fue la cereza del pastel, que desbarrancó la credibilidad de la elección y contribuyó a la bajísima participación. La escasa participación, además, tira por la borda el argumento oficial de que la reforma la había pedido el pueblo. ¿Si la pidió el pueblo, entonces por qué no salió a votar? ¿Dónde están los 54 millones de votos del partido gobernante? ¿Es que ya se quebró la capacidad corporativa del oficialismo? ¿O la gente ya dejó de creerles? Se abre, a partir de ahora, un camino de impugnaciones en los ámbitos nacional e internacional. La mayor parte de los tratados que México tiene con otras naciones, en particular en materia económica, y en los que se destacaba el estatus de la división de poderes para garantizar inversiones y confianza, quedarán vulnerados y serán motivo de controversias. Hemos terminado un ciclo de 200 años de república liberal, lo que sigue, apegándonos a la lógica del poder, que es el referente que no debe perderse de vista, es la profundización del autoritarismo y la progresiva exclusión de las oposiciones y el aplastamiento de cualquier contrapeso, como ya ha venido ocurriendo. ¡Ha triunfado la reforma! Pero, ha ganado el retroceso al pasado, al espíritu monárquico; ha perdido el espíritu liberal y cívico y ha ganado el espí |