
| DIC 012025 Son pequeñas, sí, pero no inocentes. Son expresiones de un egoísmo que se acumula hasta convertir la ciudad en un territorio áspero, cansado, desgastado. La ciudad no se fractura por un solo golpe, sino por miles de rasguños diarios que la desgastan en silencio. Las pequeñas violencias son esas que todos vemos y muchos justifican: el coche que se sube a la banqueta porque "solo serán dos minutos", el conductor que toca el claxon con furia para avanzar medio metro, el que tira basura desde la ventana sin remordimiento, el que ocupa el cajón para discapacitados porque "no hay nadie que lo necesite". Son microagresiones que parecen triviales, pero dicen mucho de la forma en que nos relacionamos con el otro: cada gesto es un recordatorio de lo fácil que resulta poner el interés personal por encima del bien común. Y en medio de ese paisaje, está la policía municipal. Esa policía que no solo atiende delitos, sino frustraciones, enojos, pequeñas crisis humanas. La que llega a mediar discusiones por un cajón de estacionamiento, por un ruido a medianoche, por un pleito entre vecinos que ya trae años fermentándose. Es una policía que convive, todos los días, con muchas de esas conductas que no llegan al código penal, pero sí erosionan el tejido social. Lo interesante es que estas pequeñas violencias son contagiosas. Una persona que se salta la fila invita a otra a hacer lo mismo. Un espacio público donde nadie respeta la norma se convierte, poco a poco, en una tierra sin reglas. Y cuando la convivencia se vuelve frágil, las ciudades se tornan más violentas, no necesariamente por delitos, sino por hartazgos acumulados. Si queremos un México más seguro, tenemos que reconocer que la seguridad no empieza en los operativos de la policía, sino en el civismo. En la empatía. En la capacidad de frenar ese impulso de imponernos al otro. La seguridad también se construye con buenos modales, aunque suene simple. Y quizá por eso cuesta tanto: porque exige cambiar hábitos, no solo leyes. Cuando dejamos pasar estas microviolencias como si no tuvieran consecuencias, abrimos pequeñas grietas que el tiempo convierte en fracturas. Y entonces, lo que parecía mínimo empieza a pesar. Hoy, si queremos reconstruir la convivencia, debemos empezar por ahí: por lo pequeño, por lo cotidiano, por lo que hemos aprendido a ignorar. Porque las ciudades no se derrumban de golpe; se van desmoronando en silencio, mientras todos miramos hacia otro lado. Las estrategias de policía de proximidad y justicia cívica ya han demostrado que se pueden dar resultados consolidando un ambiente propicio para generar un cultura de paz que implica, primero el cambio personal y después, un verdadero cambio comunitario. Y es ahí donde todos sin excepción, podemos y debemos colaborar si de verdad queremos vivir en paz. |